Homenaje a tres profesionales

Esta entrada no tiene nada que ver con informática: ni sus protagonistas ni la historia ni el trasfondo. No se mencionan ordenadores ni fallos informáticos ni errores de programación ni lusers cafres. Sin embargo, quiero contarla por dos razones. La primera, porque demuestra que en España no puedes hacer bien tu trabajo. Echa horas, haz notar tu presencia, pero no hagas más de lo que debes, no seas competente. Por tu bien. La segunda, porque como administrador de sistemas, gestionando «mis» equipos, con información delicada, con acceso libre al cuarto de servidores y a los logs del sistema, con llave del armario de los programas y sus licencias, como depositario del sagrado backup, veo que algún día, salvando las distancias, por hacer bien mi trabajo me vea como el jefe de máquinas de esta historia.

Es un cuento viejo, que aún colea. La historia de un barco aún más viejo, obsoleto y con sus achaques. Un barco al final de su vida, arrastrándose con la carga que nadie quiere, a pocos años del desguace. Un buque, con todo, que había pasado todas las inspecciones sin problemas y llevaba todos sus papeles en regla. Un barco, en fin, como esos venerables camiones que aún se ven por nuestras carreteras, con su ITV pasada y sus más de 20 años sobre los ejes.

El buque se dio de bruces con un temporal de aúpa, con olas de 8 metros y un viento huracanado difícilmente imaginables para los que somos de secano. Y dijo «ay»: una grieta en el costado de estribor, por donde le llegaban las olas provocó que dos tanques de lastre, vacíos, se inundaran en pocos instantes. En cinco minutos, el barco tenía una escora de 24º, ¡24!, a lo que añadir el balance provocado por las grandes olas. Sinceramente, no sé cómo se puede hacer algo con el suelo inclinado 24º y que encima no se está quieto, más allá de agarrarse a algo firme y rezar. La máquina que dice que ella no trabaja en esas condiciones y se para, dejando el buque no sólo sin propulsión, sino también sin la principal fuente de energía. Si ya es un coche y si nos quedamos sin motor, estamos bien jodidos (sin servofrenos, sin dirección asistida, sin…), en un hierro de 240 metros de largo a merced de la tormenta…

En fin, que estando así las cosas, en el barco se dan por servidos, sueltan el mayday correspondiente y a esperar a que lleguen los helicópteros para evacuar. Y aquí empieza a torcerse el guión, porque a bordo, escenas de pánico aparte, hay gente competente, de esas que en España no son bienvenidas.

Para empezar, el capitán, un viejo hueso griego, al que no había manera de mantener en tierra, pese a haber dejado ya atrás la edad de jubilación, intentó reducir la escora, no fuera que el buque se hundiera antes de que llegaran los helicópteros. Con la máquina de baja (esto es, sin potencia para bombas y cosas así) lo que se le ocurrió fue inundar por gravedad (abrir el grifo y que el depósito se llene) los tanques de lastre de babor, el lado contrario. El primer oficial, un filipino con los cojones bien puestos, y dos tripulantes se jugaron el pescuezo en la cubierta peligrosamente inclinaba, barrida por las olas y resbaladiza por el fuel que había escapado de los tanques de carga al saltar algunos tapines. Para seguir, el jefe de máquinas, otro griego con mucha mili a sus espaldas, se las apañó para convertir la parada de emergencia del motor principal en una parada segura, que posibilitara un re-arranque posterior.

Y para rematar, llegan los helicópteros y evacúan a la tripulación, pero el capitán decide quedarse. Y con él, el primer oficial y el jefe de máquinas. La situación ya no es tan mala: el barco, aunque sobrecargado, apenas tiene ya escora. Está a la deriva, acercándose a la peligrosa costa gallega, sí, pero no hay vertido serio (lo vertido ha sido por arriba, al desbordar por las tapas; en estos momentos no parece que los depósitos de carga, con el peligroso fuel, estén afectados), y el motor, aunque apagado, está en buen estado. Si el tiempo no empeora, debería ser posible tomar remolque y buscar refugio en puerto, y que la cosa quede en un buen susto.

Y aquí es ya donde el guión se tuerce del todo y la historia se vuelve turbia: llega un remolcador fletado por Salvamento Marítimo, que no actúa como tal, sino como un privado, a la espera de lograr un acuerdo para el salvamento (y quizás lamentando que haya tripulantes a bordo, porque un buque abandonado es presa golosa y enriquecedora). Aunque hay acuerdo, la noche y la falta de tripulación en el buque hace imposible que el remolcador logre tomar remolque. Ya al día siguiente, que amaina el temporal, re-embarcan en el barco varios de sus tripulantes y varios operarios de una empresa de salvamento y otros remolcadores más se acercan a echar una mano, trincan al barco por fin, a menos de 5 millas náuticas de la costa.

Uf, parece que nos salvamos. Con el barco bien sujeto, remolque al puerto antes de que venga la siguiente tormenta y todo termina en un susto y varios cientos de toneladas de fuel pesado vertidas.

Pues no. Entre los tripulantes y operarios que embarcaron había un inspector de seguridad marítima (por ahí leo que un subinspector) con orden de poner en marcha las máquinas y mandar al barco mar adentro, contra las tormentas. Los esfuerzos provocados por el motor y el mar empiezan a pasar factura al maltrecho y sobrecargado casco, las fisuras llegan a los tanques de carga, el pequeño vertido se convierte en una mancha sin fin y a alguien le parece buena idea pasear de tormenta en tormenta hasta que se hunda de forma que pueda enmarronar cuantas más costas, mejor.

Como consecuencia de ello, el capitán, Apostolos Ioannis Mangouras, el jefe de máquinas Argyropoulos Nikolaos y el primer oficial Ireneo Maloto se las ven con la Justicia española por lograr que su buque permaneciera a flote el tiempo suficiente y en las condiciones adecuadas para que los incompetentes de turno lograran hundirlo allí donde más daño podía hacer. Como en España el incompetente, el inútil, el dañino, siempre se va de rositas (tiene padrinos, enchufes, cargo), la justicia hará de estos los cabezas de turco.

Por ser profesionales competentes.

Moraleja: no seas un profesional competente en España, te juegas demasiado.

El barco, por supuesto, era el Prestige.

Más en este artículo de Luis Jar Torre, este otro de Juan Zamora Terrés, la serie sobre el auto de la juez Veiras del mismo autor (que empieza aquí), por ejemplo.

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