De propiedad intelectual, derechos fundamentales y otras cosas (I)

Hace no muchos años uno compartía sus colecciones de cassettes y cds con sus amigos, grabándolos en cintas (¡qué cantidad de cintas Fujitsu de cromo gastaba al año, madre!, aunque mis favoritas eran las Maxell), haciendo uso de mi derecho de copia privada y pagando el preceptivo canon por ello. Discos que no me gustaban tanto como para tenerlos originales, o que eran inencontrables, o que, a fin de cuentas, ya lo tenía mi hermano o mi madre. Copias para el walkman, para el coche…

También tenía un vídeo VHS donde grababa series y películas de la tele (entonces, aun con mil anuncios, te las ponían completas y sin llenarte de mierda la pantalla en casi todas las cadenas). Era algo normal y todo un arte (grabar sin anuncios, digo). Luego, todo empezó a cambiar.

Y cambió por dos lados: primero las grabadoras de cds hicieron posible sacar copia con mejor calidad que la cinta y a menor precio. Luego llegó internet y, con Napster, eMule y el resto de aplicaciones p2p, pudimos pedir y dejar material a compañeros y amigos con los que no teníamos contacto físico de forma mucho más cómoda que por correo. Así, la copia para uso personal y sin ánimo de lucro, la copia privada, se disparó, llegándose en la actualidad a una situación de, sinceramente, abuso.

Por otro lado, en la segunda mitad de los 90 a las grandes discográficas les entró la avaricia. Recuerdo que fue tras el éxito de los Backstreet boys y las Spice Girls. En aquel entonces prácticamente no salía de una pequeña tienda de discos del pueblo donde caía una media de un disco al mes, y recuerdo que miraba con envidia los precios de los discos de multinacional, de media unas doscientas o trescientas pesetas más baratos que los discos de Narada (los más caros), Arpafolk, Sonifolk y Resistencia (más asequibles) que compraba. Casi de un día para otro, los discos de multinacional pegaron un subidón bestial y pasaron de las 3000 pesetas: 3200, 3300, 3400… Eso en las tiendas pequeñas, porque las grandes superficies sacaban precios contra los que no se podía competir. Coincidió esta subida de precios con la bajada de los cds vírgenes y las grabadoras, con la compra de pequeños sellos (como Narada) por parte de grandes compañías (y la desaparición de sus catálogos, mal rayo parta a la Virgin), lo que terminó de matar a las pequeñas tiendas de música.

Con la desaparición de las tiendas especializadas (de muchas de ellas), se fueron también los estantes de discos no convencionales. Salvo excepciones, en grandes superficies se encontraban las últimas novedades y la serie media de las grandes discográficas, y poco más. Además, cada vez más caros y de peor calidad. Peor calidad de sonido y de presentación (¿qué fue de los discos que traían las letras de las canciones, fotos…?). Los grandes directivos, imagino, felices: precio alto, gasto bajo, beneficios.

Y les crecieron los enanos: llegó el mp3, formato malo de cojones, con una calidad penosísima, pero suficiente para el chuntachunta de la temporada (batería y bajo de relleno, guitarra eléctrica pobre y cantante mona o mono y sin voz). Y un acceso a internet con una velocidad aceptable y a buen precio, el ADSL. Y el invento de la compartición de archivos entre compañeros (P2P viene a significar, básicamente, entre iguales). Lo mismo que antes hacíamos personalmente o por correo postal, ahora por internet, mediante una serie de aplicaciones, empezando por Napster.

Y así el lado uno y el dos se juntaron, hicieron masa crítica y explotaron.

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