Un intento de adaptarse a los nuevos tiempos fue la extensión del canon compensatorio a la nueva situación, incluyendo los nuevos soportes, en muchos casos por partida doble (canon al aparato grabador, canon al dispositivo que guarda los datos, esto es, grabadora y disco): CD, DVD, discos duros, tarjetas de memoria, ¡móviles!… Soportes usados muchas, si no la mayor parte, de las ocasiones para guardar datos propios: obras de nuestra creación (fotografías, películas domésticas, documentos), copias de seguridad (personales, pero, sobre todo y por volumen, de empresas), software… Los usuarios pusimos el grito en el cielo por este canon que considerábamos (y seguimos considerando) abusivo, precisamente porque un muy alto porcentaje de esos soportes no se usan para grabar las publicaciones sujetas a derechos de autor a las que se supone compensa.
La historia podía haber acabado aquí. Productores y (se supone) autores cobrando una compensación por copia privada superior a la que les correspondería por todas las copias privadas realizadas (por lo dicho antes: se cobra por soporte y/o grabador, no por la copia), calladitos y, aunque indudablemente molestos por la caída de ventas de discos y películas, contentos por el sobrecanon.
No lo estaban. La avaricia de los años noventa iba a más. El canon estaba bien (es dinero), pero había que reducir la copia privada a algo anecdótico. Esto lo intentaron de cuatro modos:
1) Impidiendo físicamente dicha copia, mediante sistemas de protección anticopia presente en algunos CD y casi todos los DVD. Así, no sólo se impedía el derecho a la copia privada, sino también el más restrictivo derecho a la copia de seguridad (que es el que tenemos con el software, donde no hay copia privada), esto es, a hacer una copia del original por si las moscas. Por supuesto, sin dejar de cobrar el canon compensatorio por las copias que impedían realizar.
2) Presionando para que se redujera legislativamente el ámbito de la copia privada, para dejar fuera al intercambio y compartición de obras a través de Internet. Esto es, intentar reducirlo al nivel de la época de las cassettes: intercambio físico o por correo postal. Júntese con el primer punto, claro.
3) Criminalizar el hecho de la copia, llegando a bombardearnos con mensajes llamándonos ladrones a los que comprábamos un DVD original (manda cojones) y casi genocidas al resto. El esperpento de la criminalización del préstamo y copia entre amigos ha llegado al punto de oír a un periodista en la feria del libro de Madrid diciendo que prestar un libro es malo.
4) Atacar con toda su artillería a las redes de intercambio de archivos.
El punto cuatro es el que se les resiste. Primero lo intentaron con las propias redes y usuarios, quizás teniendo en mente lo que sus contrapartidas hacían en otros países, como Estados Unidos, donde no hay derecho a la copia privada. Como por aquí no podían, fueron a por las páginas de enlaces, primero por la vía penal (fallida) y luego civil (otra vez sin resultado). Si la Justicia no baila al son que ellos quieren, esto es, no cierran las páginas que consideran están haciendo algo ilegal, está claro, según su peculiar sentido de la realidad, que la Justicia falla. Así que han vuelto a presionar al gobierno (este, parece, mucho más receptivo que otros), pero no con intención de forzar una ley más restrictiva con las copias personales o el intercambio de archivos en Internet. Eso volvería a dejar a los jueces como jueces, y ya no se fían de ellos. Es mejor es saltarse la Justicia y poder decidir qué es legal y qué no sin su intervención.
A fin de cuentas, cuando la Razón está de tu lado, ¿quién necesita jueces?