Hace no muchos años uno compartía sus colecciones de cassettes y cds con sus amigos, grabándolos en cintas (¡qué cantidad de cintas Fujitsu de cromo gastaba al año, madre!, aunque mis favoritas eran las Maxell), haciendo uso de mi derecho de copia privada y pagando el preceptivo canon por ello. Discos que no me gustaban tanto como para tenerlos originales, o que eran inencontrables, o que, a fin de cuentas, ya lo tenía mi hermano o mi madre. Copias para el walkman, para el coche…
También tenía un vídeo VHS donde grababa series y películas de la tele (entonces, aun con mil anuncios, te las ponían completas y sin llenarte de mierda la pantalla en casi todas las cadenas). Era algo normal y todo un arte (grabar sin anuncios, digo). Luego, todo empezó a cambiar.
Y cambió por dos lados: primero las grabadoras de cds hicieron posible sacar copia con mejor calidad que la cinta y a menor precio. Luego llegó internet y, con Napster, eMule y el resto de aplicaciones p2p, pudimos pedir y dejar material a compañeros y amigos con los que no teníamos contacto físico de forma mucho más cómoda que por correo. Así, la copia para uso personal y sin ánimo de lucro, la copia privada, se disparó, llegándose en la actualidad a una situación de, sinceramente, abuso.